27 de mayo de 2014

Conductores, ciclistas y peatones

La inmensa mayoría de nuestras ciudades están diseñadas para los coches. En ellas buena parte del espacio urbano se ha entregado en los últimos 50 años al coche, al asfalto, a calles y a aparcamientos. Incluso se han derribado edificios y transformado plazas para hacer sitio para el coche en las ciudades. Además el modelo de urbanismo disperso ha hecho aumentar nuestras necesidades de desplazamiento desde unos lugares de residencia alejados del centro y no siempre servidos por el transporte público.

El coche está inmerso en nuestra vida y en nuestra cultura occidental. Dedicamos una parte importante de los ingresos familiares al coche y pasamos buena parte de nuestra jornada laboral en el coche. La congestión del tráfico es una escena habitual en nuestras ciudades y a determinadas horas del día nos comunicamos exclusivamente a bocinazos.

Aparte de sus consideraciones energéticas y ambientales, con evidentes impactos negativos, el abuso del transporte privado motorizado tiene importantes connotaciones sociales y es causa de conflictos en los espacios urbanos.

La alternativa al uso del vehículo privado pasa por una oferta atractiva de transporte público, pero este asunto es objeto de una reflexión aparte. Uno de los medios de transporte alternativos al transporte motorizado es la bicicleta, que puede resultar adecuado para desplazamientos cortos (3 km, 20 minutos). Hace 100 años la bicicleta se usaba mucho en todas las ciudades europeas -hasta que se vio desplazada por el coche- y aún hoy se sigue usando en las ciudades de países del tercer mundo. A nivel mundial aún hay más bicis (1.000 millones) que coches (850 millones).

En muchos países del Norte y Centro de Europa, con un clima peor que el de Sur, se sigue empleando la bicicleta en los desplazamientos urbanos. Uno de los países de referencia es Holanda, donde un 25% de los ciudadanos va al trabajo en bicicleta y donde la bicicleta es una parte esencial en cualquier política sobre movilidad. En estos países, que todos consideramos como avanzados, la bicicleta es un vehículo urbano de pleno derecho.

Sin embargo, salvo unas pocas excepciones, en el Sur de Europa la bicicleta en la ciudad es algo casi exótico. Se asocia a la bicicleta como un símbolo en las manifestaciones reivindicativas de grupos conservacionistas ante desastres ambientales o bien como instrumento de ocio durante los fines de semana. La bicicleta está bien asumida por la clase política, que se presta gustosa a establecer un día al año para el uso de la bicicleta en “la ciudad sin coches” (¿y el resto del año qué?), que ha instalado abundantes puntos de alquiler de bicicletas y que en sus balances de legislatura resaltan el número de nuevos kilómetros de carril bici construidos, con independencia de que estén bien diseñados, de que ofrezcan las condiciones de seguridad necesarias o incluso de que sean utilizados.

Pese a todo esto, la bicicleta se va imponiendo en nuestras ciudades. Sus muchas ventajas hacen que cada vez veamos más bicis en nuestro paisaje urbano. Pero la reacción de algunos conductores ante esta intromisión en un espacio que consideran exclusivamente suyo está siendo causa de disgusto y de insolidaridad.

Una forma sensata de integrar la bicicleta en el tráfico urbano es segregar bicis y coches si el tráfico general es rápido y denso. Cuando no sea posible esta segregación se establecen las zonas de velocidad limitada a 30 km/h. A pesar de los carriles bici, el principal inconveniente es que en las ciudades las bicicletas se ven obligadas a circular entre coches, autobuses y camiones y la realidad es que cuando ejercemos de conductores nos falta mentalización y tiene lugar una cadena de abusos. Así como algunos conductores avasallan a los ciclistas, algunos ciclistas avasallan a los peatones (circulando por aceras) y algunos peatones invaden espacios dedicados a coches o a bicis. Y cuando el ciclista o el peatón va en coche, se transforma en conductor y su punto de vista suele cambiar.

Ante la realidad de que el modelo de carreteras, calles, carriles bici y aceras, regulado todo ello mediante semáforos, no acaba de funcionar, ¿podemos imaginar qué pasaría si conductores, ciclistas y peatones compartiesen sin limitaciones el espacio urbano? La coexistencia sin accidentes de coches, bicis y peatones es una cuestión de educación y de civismo, y no solo de que los ciclistas se vean obligados a llevar casco.


El político laborista escocés Gavin Strang, Ministro de Transportes con Tony Blair, afirmó que “hemos estado demasiado tiempo diseñando las calles residenciales teniendo en mente los flujos del tráfico rodado, en vez de pensar en la seguridad de las personas que viven en ellas. Es hora de actuar para equilibrar la balanza”. ¿Tendrán nuestros dirigentes locales la visión, el coraje y el acierto suficientes para repartir acertadamente el espacio urbano de forma más equilibrada, de modo que los ciudadanos a pie o en bici recuperemos una parte del espacio perdido ante el automóvil?

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