30 de junio de 2014

Tendencias en economía (II): la economía circular

El desacoplamiento entre el crecimiento económico y el consumo de recursos es uno de los objetivos recurrentes en cualquier política sobre sostenibilidad. Nuestros actuales procesos de producción y consumo no solo producen bienes y servicios, sino que también generan grandes cantidades de residuos, bien en forma de contaminantes atmosféricos, de materiales o de alimentos no consumidos. 

El uso ineficiente de recursos que hemos aplicado durante décadas, basado en el esquema lineal de coger - usar - tirar nos ha conducido a una crisis planetaria sobre recursos básicos (determinados minerales y metales de tierras raras) cuyas reservas disminuyen rápidamente mientras que los costes de exploración y extracción se disparan. En su obra “Rubbish!: dirt on our hands and crisis ahead" (2005) el escritor británico Richard Girling, especializado en temas ambientales, afirma que en las fábricas el 90% de las materias primas ya se han convertido en residuos antes de que el producto final salga a expedición. Y además, el 80% de los productos fabricados son echados a la basura durante los 6 primeros meses de vida. 

Ante esta realidad, que sin duda nos conduce al colapso, ya en los años 70 del siglo XX el arquitecto, economista y profesor de Universidad suizo Walter Rudolf Stahel, en el curso de sus trabajos académicos sobre dinámica de sistemas no lineales y análisis del ciclo de vida, planteó la noción de economía circular. Sin embargo no ha sido hasta 2010 con la creación de la Fundación Ellen MacArthur, por parte de la célebre ex navegante a vela británica, para divulgar este concepto y las oportunidades económicas que puede suponer, cuando ha empezado a obtener una buena acogida en la comunidad política y empresarial internacional. El concepto de economía circular prevé un sistema de producción y consumo que tenga el mínimo posible de fugas o pérdidas. En un escenario ideal prácticamente todo podría ser reutilizado o recuperado para otros procesos. Una redefinición de nuestros procesos de producción y consumo nos permitirá reducir al mínimo la generación de residuos y transformar las partes no usadas en recursos.

La economía circular va más allá del reciclaje, ya que se basa en un diseño orientado a facilitar el desmontaje, la reparación y la reutilización del producto y en unos procesos industriales restaurativos. El reciclaje tiene un atractivo limitado, ya que los procesos de reciclaje consumen mucha energía y obtienen materiales de calidad inferior, por lo que se mantiene la demanda de materias primas nuevas.



Diversos estudios realizados para la Fundación por la consultora McKinsey demuestran la viabilidad económica de la economía circular, haciendo diversas estimaciones sobre el ahorro de materias primas y la creación de empleo.

Algunas grandes corporaciones, socias de la Fundación Ellen MacArthur, están liderando proyectos colaborativos, pero el concepto de la economía circular es aún desconocido por las pymes europeas. Según un reciente cuestionario realizado por el Fussion Observatory a propietarios y directivos de unas 300 pymes en el Sur de Inglaterra, Norte de Francia y Bélgica, casi la mitad no han oído nunca el término, una cuarta parte no está seguro de su significado y menos de la décima parte lo conoce y lo tiene en mente en sus actividades cotidianas.

Para lograr un despegue de la economía circular es necesario el apoyo de los gobiernos. En breve plazo la Comisión Europea dará a conocer el paquete normativo sobre residuos y economía circular, con criterios y objetivos sobre fomento del ecodiseño, tasas de reciclaje y prohibición del vertido de materias reciclables. La economía circular cambiará radicalmente la forma en que consumimos productos, ya que pasaremos del concepto de propietarios de productos al de usuarios de productos, extendiendo el concepto de pago por usar al uso de lavadoras, ropa o herramientas de bricolaje. Un cambio de este tipo supondría una redefinición de la responsabilidad extendida del productor de bienes de consumo. 

La transición de la economía lineal a la economía circular va a resultar compleja, pues supone cambios relevantes en el sistema económico, donde nuevos mercados desplazarán a los existentes. Todos nosotros vamos a tener un papel relevante como consumidores, como usuarios de bienes y servicios. Además se van a requerir nuevas habilidades adicionales al tradicional conocimiento técnico-científico: diseño, logística inversa, comunicación, marketing digital, etc.

27 de junio de 2014

La ciudad impersonal

Buena parte de las ciudades contemporáneas han perdido su personalidad y aparentemente son todas iguales, carentes de autenticidad, como los centros comerciales, los grandes almacenes, las estaciones de servicios, las tiendas de comida basura o los aeropuertos. En la mayoría de las ciudades se está perdiendo la identidad, lo que la ha definido siempre: el mar, la playa, el río, la colina, la montaña. Hemos ido olvidando lo que ha distinguido siempre a nuestra ciudad, lo hecho por nuestros antepasados y hemos recurrido a soluciones homogéneas, llevadas a cabo por nosotros.

Las ciudades clásicas estaban diseñadas con una periferia en torno a un centro histórico. Hasta bien entrado el siglo XX en los centros urbanos se conservaba el patrimonio histórico, lo identitario de cada ciudad. Con el paso del tiempo ha ido creciendo la periferia, donde se ha ido acumulando lo genérico y lo impersonal. Se ha ido abandonando el idealismo de la ciudad clásica y se ha sustituido por el realismo de la ciudad actual, donde ha sido aceptable cualquier solución urbana (vivienda, transporte, abastecimiento) que en teoría equilibrase la oferta y la demanda de servicios urbanos. Los centros históricos han ido perdiendo su identidad y su relevancia, que no han sido absorbidas por las periferias.

Para resolver el problema de la vivienda o bien se han construido grandes bloques o bien se ha consentido un urbanismo descontrolado basado en casuchas improvisadas (chabolismo). Y en las últimas décadas, para compensar la escasez de suelo, está teniendo lugar el paso de la ciudad horizontal (el urbanismo disperso) a la ciudad vertical (los rascacielos). Como indica el arquitecto y urbanista holandés Rem Koolhaas una solución consume suelo y la otra consume aire.

En el paisaje urbano existen tres elementos esenciales: la naturaleza, los edificios y las carreteras. En la evolución histórica del urbanismo la naturaleza ha ido perdiendo terreno, desde hace dos siglos a costa de los edificios y desde hace más de medio siglo, también a costa de las carreteras. Las calles han perdido su vida urbana, las ciudades del siglo XXI están diseñadas en torno al automóvil, en las últimas décadas han proliferado inventos urbanos tales como glorietas, rondas, autovías, enlaces, plataformas, túneles y puentes, en ocasiones cubiertos de vegetación, como pretendiendo atenuar el pecado cometido.

Las carreteras son solo para los coches, vivimos en ciudades sobre ruedas, con periferias crecientes diseñadas en base a un mismo formato repetitivo. Esto es el fin del planeamiento urbano, y no porque las periferias no estén planificadas, sino porque el planeamiento no supone ninguna diferencia.

Las ciudades contemporáneas son las ciudades de las infraestructuras, concebidas inicialmente como respuesta ante las necesidades más o menos urgentes de los ciudadanos y últimamente como herramienta estratégica competitiva frente a otras ciudades.

Ante el hecho incuestionable de que la identidad -entendida como la forma de concebir el pasado-, es algo condenado a perderse, se puede reflexionar sobre si perder la identidad es bueno o malo, o sobre qué es lo que queda cuando una ciudad pierde su identidad. Cuando una ciudad se desprende de su centro histórico, de su idiosincrasia, se convierte en una ciudad genérica.

En este contexto las viejas ciudades europeas aún luchan por preservar su identidad y su singularidad, mientras que las emergentes ciudades asiáticas son un amplio muestrario de metrópolis genéricas e impersonales. Se ha llegado a una situación en la que la ciudad ya no supone el máximo desarrollo, sino el subdesarrollo llevado al límite.

En las ciudades genéricas muy poca gente pasea por calles y parques y todo la vida social se hacen dentro de edificios: Los grandes sectores de la vida urbana (las relaciones sociales, las relaciones laborales, las emociones humanas) han ido desapareciendo del mundo real y se han ido trasladando al ciberespacio, al mundo virtual. Las emergentes metrópolis asiáticas constituyen un buen ejemplo, pero este fenómeno es alcance planetario.

La única actividad urbana física es ir de compras… a centros comerciales cubiertos, impersonales, que están abiertos los 365 días del año. No se nos ocurre, o no nos resulta posible hacer, nada mejor que salir de compras. Sin darnos cuenta -¿o tal vez conscientemente?- nos hemos comido el espacio necesario para el ocio urbano, el paseo y las relaciones sociales…

¿Qué queda en una ciudad cuando se pierde la identidad? ¿Lo genérico, lo impersonal, la vacuidad? En la vieja Europa algunas reacciones institucionales han pasado por renovar los centros históricos (y en su caso peatonalizar algunas calles) para que sigan siendo el lugar más significativo de la ciudad, donde se mantenga el último reducto de su personalidad. En las ciudades históricas europeas que han perdido su identidad la parte vieja debiera estar en renovación constante.

Existe una relación entre el diseño de las ciudades y el comportamiento de sus habitantes y la tendencia nos lleva a un camino con mala salida. Tras una etapa de arquitectos estrella diseñando costosas infraestructuras de utilidad a veces dudosa (por ejemplo el Ágora de Valencia) parece que ha llegado el momento de ocuparse en serio de la arquitectura, del urbanismo y de las personas. 

Para contrarrestar esta triste tendencia, el Parlamento Europeo adoptó en 1988 la carta de los derechos del peatón, donde listan los distintos derechos de los ciudadanos de a pie y se pide a los Estados miembro que difundan esta carta y promuevan desde los primeros cursos de enseñanza escolar información sobre medios de transporte alternativos.

Teniendo en cuenta que quien planifica la ciudad se supone que vive en la ciudad, ¿seremos el resto de ciudadanos capaces de influir en los diseños urbanos para que sean diseños a escala humana y permitan recuperar la vida social?

12 de junio de 2014

Tendencias en economía (I): la economía del bien común

En los últimos 30 años ha habido grandes cambios socio-económicos en gran parte de las regiones del mundo. Por una parte, salvo unas pocas excepciones, ha caído la economía planificada (el comunismo) y por otra parte la economía de libre mercado (el capitalismo) ha cometido graves errores, al moverse guiada por los mercados financieros y actualmente está desprestigiada.

Muchas multinacionales están cómodas en esta situación de globalización y muchas pymes son meras subsidiarias de las multinacionales. Así que durante años se ha mantenido el discurso absurdo de que “quien cuestiona el capitalismo está con el comunismo”. Pero en los últimos años están cobrando fuerza algunas nuevas iniciativas. Según encuestas realizadas por la Fundación Bertelsmann en diversas regiones de Austria, Alemania y Suiza (que tienen una tasa de desempleo del 4%) el resultado es que un 87% de la población pide una nueva vía, un modelo económico alternativo.

Una de estas iniciativas, promovida por el filósofo y economista austriaco Christian Felber, es un nuevo movimiento económico-social surgido en 2010 y denominado "la economía del bien común". El concepto parte de la base de que en que la mayor parte de las Constituciones y normas legales se indica que la actividad económica debe estar al servicio del bien común.

Para llegar a esto en la economía real el actual modelo económico capitalista debe adaptarse, sustituyendo los valores que actualmente lo guían (el ánimo de lucro y la competencia feroz) por otros valores más sociales como la cooperación y la contribución al bien común. De esta forma el nuevo fin de las empresas y organizaciones pasará a ser su aportación al bien común.

Esta tercera vía deberá regirse por unos principios básicos que representan los valores humanos en los que se basan nuestras relaciones personales: la confianza, la responsabilidad, la honestidad, la solidaridad, la cooperación, la generosidad...

Según estas ideas a la naturaleza se le concede un valor propio, por lo que no puede transformarse en propiedad privada. A quien necesite un pedazo de tierra para vivir, agricultura o comercio, se le cede una superficie limitada, a cambio de una tasa de utilización. El uso de la tierra estará condicionado a criterios ecológicos y a la actividad concreta. Esto será el final del latifundismo, de la especulación inmobiliaria y de la apropiación de grandes superficies por multinacionales u otros países.

Las empresas guiadas por estos principios y valores deberán obtener ventajas normativas frente a las que solo buscan beneficios económicos (al margen de la protección de los intereses de las personas o del medio ambiente). Este proceso social debe conseguir que legalmente se deje de tratar a todas las empresas y organizaciones por igual, de forma que una empresa que compite con ventaja por ofrecer productos no éticos, por no pagar salarios justos o por no proteger el medio ambiente no sea tratada de igual forma (en temas fiscales, arancelarios, crediticios o de compra pública) que quien bajo las actuales reglas de juego compite en desventaja. La discriminación positiva que se plantea a favor de quienes juegan limpio inclinarán sin dudas la balanza hacia la economía del bien común.

La evaluación de la aplicación de estos valores en cada empresa dará unos indicadores del bien común, que vendrán a sustituir a los actuales indicadores monetarios del éxito empresarial (a nivel macroeconómico el PIB, y a nivel microeconómico el beneficio económico de las empresas), y permitirá a los consumidores elegir a sus suministradores de productos o servicios.

Estos indicadores serán cuestiones como la forma en que una empresa vive la dignidad humana, la solidaridad, la justicia social, la sostenibilidad ambiental y la democracia, con todos sus grupos de interés: los suministradores, los proveedores de dinero, los empleados, los clientes, los “competidores”, el entorno social y ecológico y las generaciones del futuro.

Así, junto con el producto que ofrece al mercado, la inclusión de la “etiqueta ética” de la empresa (en un formato similar a la etiqueta energética) permitiría al consumidor contar con una valiosa información antes de tomar su decisión de compra.

Debido a que el éxito empresarial se concibe con un significado muy diferente al actual, se demandarán otras competencias de gestión. Las empresas ya no buscarán a los directivos más duros y a los ejecutivos de la “eficiencia cuantitativa”, sino a los más responsables y socialmente competentes, a los más empáticos y sensibles que consideran la cooperación y la búsqueda del bien común como una oportunidad y un beneficio para todos.


Para afianzar en los niños estos valores y comportamientos, el sistema educativo debería estar igualmente orientado hacia el bien común. Esto implica otra forma de enseñanza y otros contenidos, como por ejemplo: ética, comunicación, emocionología, educación democrática, experiencia de la naturaleza y sensibilización corporal.

En resumen, con algunos planteamientos de tipo asambleario algo utópicos desde el punto de vista liberal y con otros asuntos aún pendientes de definición, estas nuevas ideas constituyen todo un aldabonazo en la conciencia de la empresa capitalista. El modelo suena atractivo y solo falta ver si es capaz de dotarse de las herramientas adecuadas para ser puesto en marcha. Como siempre, su éxito o fracaso dependerá de la implicación o no de las empresas y de los ciudadanos.