31 de julio de 2017

Acciones individuales contra el cambio climático (I)

La mayoría de los ciudadanos creemos que la amenaza del cambio climático es real y que habría que hacer algo para combatirlo. Pero muchos creemos que quien debe responsabilizarse de hacerlo es “alguien” (ajeno a nuestro círculo). La inacción en este tema de muchos de nuestros gobernantes dura ya demasiados años y, tras las elecciones presidenciales de 2016 en EEUU, ha quedado claro que los gobiernos, ellos solos, no van a resolver el problema del cambio climático.

Así que esta inoperancia de nuestros gobernantes nos deja a los ciudadanos con la patata caliente. Una primera reacción es tomar buena nota para las próximas citas electorales. Pero otra reacción más meditada y concienciada es, además, nuestra actuación consciente como ciudadanos, mediante nuevos hábitos de consumo.

Por suerte hay bastantes cosas sobre la que los ciudadanos podemos actuar en nuestro comportamiento cotidiano. Vamos a comentar algunos comportamientos (decisiones meditadas) que pueden parecer pequeñas cosas, pero son acciones muy efectivas para mejorar el futuro de nuestro planeta.

En ocasiones los ciudadanos nos podemos sentir impotentes para transformar por nosotros mismos los sectores del transporte, la energía o la industria, por lo que queremos que alguna entidad poderosa se encargue de ello en nuestro nombre. Pero mientras nos vemos incapaces tal vez estemos olvidando que nuestras acciones personales, nuestros hábitos de consumo, pueden impulsar nuestros objetivos de un futuro mejor para las generaciones venideras.

Los lobbys negacionistas (el petrolero, el eléctrico, el químico…) pueden no ser sensibles a nuestras protestas, pueden no leer nuestros argumentos, pueden no escuchar a nuestros grupos medioambientalistas, pero no pueden evitar que con nuevos gestos conscientes dejemos de gastar nuestro dinero con el que de forma inadvertida contribuimos cada año a su economía contaminante.

Estos pequeños gestos tienen que ver con nuestras actuaciones cotidianas, en lo relativo a pautas de consumo en alimentación (carne y lácteos, hortalizas y verduras), en el uso racional de la climatización y otros electrodomésticos en nuestros edificios, en una movilidad urbana racional o en un comportamiento sensato en cuanto a bienes de consumo.

Las cifras oficiales sobre las emisiones de gases de efecto invernadero asociadas a la ganadería oscilan entre el 15 y el 18 % del total, siendo el segundo sector tras el de generación y distribución eléctrica. Sin embargo el Worldwatch Institute, considera que en esta cifra hay muchas omisiones (aspectos no incluidos) y estima que las emisiones de GEI debidas la agricultura y la ganadería intensiva industrial llegan a ser el 51% del total.

Esto es más de la mitad del total, lo que quiere decir que tras haber “limpiado” las emisiones de GEI del transporte, de la energía, de la industria y del comercio en todo el planeta, aún nos quedaría la mitad de la tarea. Como ciudadanos debemos negarnos a tragarnos esta evidencia, y para ello no hay más remedio que rebajar notablemente (en un 80 %) nuestro consumo de carne, huevos y lácteos.

Otro efecto negativo del modelo de ganadería intensiva es la ocupación de los terrenos agrícolas. Según la FAO (2009), el 70 % de la superficie agrícola mundial se dedica a cultivar alimento (forraje, etc) para la ganadería, frente a un 30 % que se dedica a cultivar alimento para los humanos.

Si esta restricción voluntaria en el consumo de carnes y lácteos nos parece excesiva de entrada, podríamos considerar la posibilidad de abstenernos de consumir estos alimentos primero un día a la semana, luego dos, y así hasta donde seamos capaces. Incluso parcialmente será una de nuestras acciones personales con mayor impacto sobre el planeta, además de sobre nuestra salud.

El consumo de alimentos orgánicos nos beneficia ya que no ingerimos pesticidas. Pero además los alimentos ecológicos son cultivados sin fertilizantes sintéticos (químicos), muchos de ellos subproductos de la industria petroquímica. Cuando compramos unos tomates ecológicos le estamos dando una señal muy clara al lobby del petróleo y a los especuladores internacionales. Sin embargo, sobre la alimentación ecológica, además de un cierto desconocimiento, hay una cierta picaresca, y algunos estudios han cuestionado sus ventajas

Otra acción individual, muy asociada al concepto de slow food, es consumir bienes elaborados localmente a partir de productos locales, para evitar el disparate energético y ambiental de transportar mercancías durante miles de kilómetros. Y aquí, lógicamente, también entran los alimentos (los alimentos kilómetro cero o de proximidad) con las frutas y hortalizas locales cultivadas ecológicamente como lo ideal. El propósito de esta práctica es favorecer las economías locales, los cultivos variados y de temporada y mejorar los vínculos en la comunidad local.

Todo lo que sea reducir el transporte de bienes de consumo, una realidad muy fomentada por la globalización (consumir en Europa kiwis de Nueva Zelanda, manzanas de Sudáfrica…) que además supone una gran parte de desperdicios de alimentos en la cadena de frío, contribuye a mitigar el cambio climático.

21 de julio de 2017

La deuda de las ciudades con el campo

Las murallas de las viejas villas europeas de la Edad Media marcaron una diferencia entre dos tipos de sociedades. Dentro de las murallas los burgueses y artesanos se dedicaban a la actividad artesana y comercial. Fuera de las murallas la gente del campo se dedicaba a la agricultura y la ganadería, a la explotación de la tierra para obtener las materias primas y los recursos que les permitiesen sobrevivir.

Y así fue durante toda la época preindustrial. Para abastecerse de energía las zonas urbanas establecieron relaciones de simbiosis con el entorno, empleando la energía solar, hidráulica o eólica. Pero con la llegada de la industrialización, en el siglo XVII en Inglaterra y en el XIX en la Europa continental las reglas de juego cambiaron notablemente. Las murallas de las villas fueron derribadas, se hicieron planes de Ensanche y las ciudades industriales se expandieron, acaparando suelo de las zonas rurales y transformándolo para su uso en actividades residenciales o industriales.

Millones de personas abandonaron el mundo rural con rumbo a las grandes ciudades industriales. El campo fue quedando gradualmente despoblado y envejecido, mientras que los espacios próximos a las ciudades fueron absorbidos y transformados en suburbios residenciales o fabriles.

El espacio natural se vio profundamente alterado y sobreexplotado, el crecimiento del mundo urbano consumía espacios, recursos y materias primas que durante siglos habían estado en la órbita del mundo rural. Las ciudades acumularon riqueza y aumentaron su población a costa de despoblar y descapitalizar al campo.

Para abastecerse de energía las grandes urbes industriales olvidaron sus relaciones de simbiosis con la naturaleza y pasaron a establecer relaciones de dominio sobre amplios espacios rurales, con la construcción de grandes embalses (en zonas montañosa y cuencas de grandes ríos), de centrales térmicas (en zona mineras) o de centrales nucleares (en zonas rurales marginales) alejadas de los núcleos urbanos. Y además se tendieron grandes líneas eléctricas en alta tensión para el transporte de la energía eléctrica desde el campo a la ciudad.

Los ciclos de materiales y de energía intercambiados desigualmente entre el campo y la ciudad han supuesto, además del agotamiento de los recursos, la degradación ambiental y el calentamiento global. Las ciudades son grandes consumidoras de recursos en sentido amplio (alimentos, energía, agua, espacio) y grandes generadoras de residuos (residuos sólidos urbanos, residuos industriales, aguas residuales, etc).

En el mundo rural se vienen llevando a cabo las actividades del sector primario, mientras que en el mundo urbano, con una gran densidad de población y una buena dotación de infraestructuras, se desarrollan las actividades industriales y de servicios. Las ciudades resultan elementos clave para el desarrollo económico regional. Para la dotarse de las infraestructuras urbanas necesarias en el siglo XX se ocuparon amplias franjas periurbanas con líneas de ferrocarril, carreteras y autovías, grandes industrias y equipamientos (polígonos industriales, parques comerciales).

En vez de seguir considerando a la ciudad y al campo como sectores autónomos y en desigualdad de condiciones es preciso promover sinergias de desarrollo integrado de ambos tipos de territorio. A finales del siglo XX, en plena fiebre consumista, la moda de las segundas residencias en las “cercanías” de las grandes ciudades supuso la artificialización de amplios espacios del mundo rural. La oferta de actividades de ocio (centro de vacaciones, estaciones de esquí, campos de golf, puertos deportivos, ecoturismo) están permitiendo un ligero renacimiento económico en el mundo rural.

Pero la verdadera oportunidad de compensar y dinamizar al mundo rural, de saldar (tarde y mal) la deuda de las ciudades con el campo, puede estar en las energías renovables. En los últimos años se han desarrollados diversas tecnologías que permiten captar, transformar y usar la energía contenida en los flujos de la biosfera y de la litosfera. Estas energías (solar, eólica, mini-hidráulica, bioenergía, geotermia) se manifiestan de forma muy distribuida por los territorios y permiten una captación y un uso de forma muy descentralizada.

De todas estas fuentes de energía renovable la bioenergía, basada en el aprovechamiento de los recursos de la biomasa, es la más vinculada al mundo rural y la más versátil, ya que permite la obtención de energía eléctrica, energía térmica y biocombustibles sólidos (astillas, pellets), líquidos y gaseosos.


De esta forma el mundo urbano puede cubrir una buena parte de sus necesidades energéticas con generación distribuida en base a fuentes de energías renovables. Y el mundo rural se puede llegar a convertir en territorios autosuficientes e incluso en exportadores netos de energías renovables (eléctrica, térmica, motriz). La consideración de estos flujos como un bien común y la apropiación social de las tecnologías de generación eléctrica a partir de fuentes de energías renovables podría permitir la generación de riqueza en el mundo rural y en sus habitantes.   

Para ello es preciso en primer lugar articular mecanismos que permitan la participación de las comunidades locales en la propiedad de los proyectos. Por ejemplo, la ley danesa sobre energías renovables obliga a los proyectos eólicos a ofrecer un 20% de la propiedad a los residentes en un radio de menos de 5 km del emplazamiento. Pero además es necesario facilitar la participación de las comunidades locales en la toma de decisiones sobre los proyectos de energías renovables que les afectan. 

La tecnología de generación de energía existe y solo falta voluntad ciudadana para incitar la voluntad política que permita superar las barreras de los oligopolios para democratizar el sistema energético creado en el siglo XX y a la vez compensar la deuda que nuestras ciudades tienen con el mundo rural. De esta forma la tecnología de quedaría al servicio de un desarrollo armónico y sostenible de todos los sistemas del conjunto del territorio, avanzando claramente hacia el cumplimiento de los objetivos de desarrollo sostenible (ODS) de las Naciones Unidas.