29 de noviembre de 2015

La arquitectura solar (1): una cultura tristemente perdida

Durante el siglo XX ha habido un notable avance en cuanto a descubrimientos científicos y a desarrollo tecnológico. Y en paralelo con estos avances se ha ido asentando en los profesionales de la ingeniería y la arquitectura -y en buena parte de la ciudadanía- una fe ciega en la ciencia y la tecnología. Nos hemos llegado a creer que las fuentes de energía eran ilimitadas y nos hemos creído capaces de crear en nuestras ciudades y edificios un entorno artificial, lo que nos ha terminado por desvincular del medio natural.

La forma en que se construye desde hace décadas no es más que un reflejo de esta forma de pensar. Hemos considerado que es posible construir viviendas y ciudades de forma independiente a las condiciones climáticas que nos rodean. La iluminación la resolvemos mediante luz artificial y la climatización la resolvemos mediante calefacción y aire acondicionado. Es habitual -y a nadie le sorprende- que se construyan urbanizaciones de viviendas orientadas al Norte y en las que el edificio vecino impide cualquier entrada de la radiación solar.

Además la actividad edificadora se ha industrializado y se edifican bloques de viviendas que se comercializan una vez construidos. El usuario de las viviendas no participa en su diseño y construcción, de forma que se ha perdido una cultura popular sobre viviendas y energía solar, unos conocimientos que se transmitían de generación en generación.

Sin embargo la integración de la energía solar en edificios no es algo reciente, sino que desde hace mucho tiempo en el diseño de edificios se tiene en cuanta cómo captar la radiación solar. Ya el hombre primitivo descubrió que las pieles de los animales cazados le podían ayudar a protegerse contra el frío, que ponerse al sol le suponía aumentar su bienestar y que las cuevas eran un buen lugar donde refugiarse debido a su temperatura constante.

Desde la cultura griega (25 siglos) las viviendas e incluso las ciudades se planificaban según unos conceptos muy claros: las casas con las fachadas principales (donde están los principales huecos de fachada) orientadas al sur, evitando la orientación norte (vientos fríos).

En el siglo I aC el arquitecto e ingeniero romano Marco Vitruvio, autor del tratado sobre arquitectura más antiguo que se conserva, llegó a definir en qué lugar de la casa debiera ubicarse cada habitación. El vidrio plano y transparente permitía el paso de la luz natural y  a la vez guardar el calor acumulado en el interior. Además, el derecho a que la casa del vecino no se interponga entre la casa propia y el sol quedó incorporado en la legislación romana.

Observando nuestras edificaciones rurales se puede apreciar su orientación Sur, sus fachadas al Norte con escasos huecos y sus muros con elevada inercia térmica.

En su obra “Un hilo dorado” (1985) los autores John Perlin y Ken Butti hacen un recorrido histórico de la arquitectura solar, desde la época de los griegos y los romanos hasta la actualidad. En este trabajo se resalta cómo periódicamente se ha interrumpido la evolución técnica de la arquitectura solar, debido a motivos religiosos y culturales y, sobre todo, a intereses económicos. 

Pronto se descubrió que el vidrio actúa como captador de energía solar y se desarrollaron espejos curvados para concentrar la energía solar sobre determinados objetos. Todos estos conocimientos sobre energía solar, vidrios y espejos curvos se perdieron durante los siglos oscuros (siglos VII a XII, en los que el poder de la Iglesia católica prohibía cualquier experimento humano en temas divinos), siendo recuperados tras la Reforma protestante en la época de Galileo. En el siglo XVI se recuperaron los invernaderos hortofrutícolas y en la Inglaterra del siglo XVIII las estufas e invernaderos solares fueron desplazadas por las estufas de combustible (carbón o gas).

Las distintas máquinas térmicas alimentadas con carbón o madera durante la revolución industrial y, sobre todo, la cultura del combustible para alimentar a las máquinas, desplazaron -con algunas excepciones- durante los siglos XIX y XX a las tecnologías y máquinas solares descubiertas y desarrolladas hace siglos.

En efecto, analizando la perspectiva histórica, en los momentos de mayor auge de la arquitectura solar se han aplicado políticas que han truncado su desarrollo. La cultura del consumo de combustibles y los intereses económicos de las compañías carboneras, luego petroleras y más tarde gasistas impidieron el encaje de la tecnología solar (y de otras tecnologías renovables basadas en el sol, como la eólica o la biomasa) en el tejido industrial capitalista contemporáneo.

Uno de los motivos de esta discontinuidad en la arquitectura solar es nuestro modelo económico occidental, el cual tan solo permite que se acaben imponiendo aquellas tecnologías que suponen alguna ventaja para las estructuras económicas dominantes, en este caso concreto para los intereses de los lobbies energéticos y constructores.

20 de noviembre de 2015

Políticas socio-económicas y políticas climáticas

El Protocolo de Kioto sobre el cambio climático se firmó en 1997, entró en vigor en 2005 y se mantuvo hasta 2012. Fue un compromiso internacional de reducción de emisiones de GEI (gases de efecto invernadero), que solo afectaba a determinados sectores (industriales) y al que se adhirieron de forma voluntaria determinados países (no los EEUU).

La realidad es que los responsables de las emisiones de GEI que causan el calentamiento global hemos sido unos pocos (Europa y los EEUU, durante nuestras muchas décadas de desarrollo industrial), mientras que los afectados, en mayor o menor medida, han son todos los países del Planeta. Y ahora que algunos países (China, India) empiezan su desarrollo industrial hacia el estado del bienestar del que disfrutamos nosotros, ¿con qué derecho les podemos condicionar su desarrollo -limitando sus emisiones de GEI- cuando somos nosotros los causantes del estropicio?.

Cuando se empezaba la negociación internacional para el escenario post-Kioto, hace casi 10 años, el gobierno británico de Tony Blair encargó al economista Nicholas Stern un informe sobre las consecuencias económicas del cambio climático, como se ha comentado en alguna entrada anterior.

La publicación de este informe suscitó expectativas de actuaciones políticas certeras, pero la crisis económica global de 2008, con sus políticas de ajustes presupuestarios y austeridad, echó por tierra cualquier actuación eficaz. La locomotora de la UE, el paladín mundial de la lucha contra el cambio climático, se frenó debido a la recesión económica de algunos países, lo que acabó con las iniciativas emprendidas previamente.

Con el estallido de la crisis mundial de 2008 la atención de nuestros dirigentes políticos se centró en otros asuntos económicos ajenos a los expuestos en el informe Stern. En vez de invertir como locos para generar empleo y combatir el cambio climático en la UE nos hemos centrados en políticas de austeridad. Pese a las evidencias científicas de la amenaza del cambio climático y sus repercusiones económicas, y pese a los avances técnicos que demuestran que es posible actuar, se han desaprovechado unos años con los tipos de interés por los suelos y con muchos recursos humanos no utilizados. Ha quedado demostrado que atender simultáneamente a la recesión y al cambio climático es demasiado pedir para nuestros políticos.

Se ha perdido una oportunidad única de lanzar diversas revoluciones en paralelo, canalizadas a combatir el cambio climático: la revolución energética, la revolución digital, la revolución de los nuevos materiales y la revolución de la biotecnología.

El principal motivo para no actuar ha sido la miopía y la falta de liderazgo de nuestros políticos (nacionales y europeos). Tras el fiasco de la COP de Copenhague de 2009 (con declaraciones huecas y trampas para ganar tiempo) y el acuerdo de la COP de Cancún de 2010 de limitar el calentamiento global de 2ºC, en breve nos llega una nueva (¿última?) oportunidad en la COP de París de 2015. Los compromisos de reducción de emisiones de GEI acordados hasta ahora han sido claramente insuficientes y hay muchos intereses a conciliar. En los últimos años las emisiones de GEI se han reducido en la UE, se han contenido en los EEUU y se han disparado en China.

Por suerte hay excepciones, como la visión de Alex Salmond, economista y político nacionalista escocés y ex Primer Ministro de Escocia: "Ahora que el mundo se mueve con paso vacilante hacia la recuperación económica, veo a la inversión en economía verde como una de las claves en la recuperación general de la economía mundial. Las actuales dificultades económicas debieran ser un estímulo y no un obstáculo para ese esfuerzo".

Pero hay algunas razones más para el optimismo: más de 150 países han adelantado ya compromisos voluntarios y la negociación internacional parece ser más productiva. En París tenemos la oportunidad de gestionar bien un cambio de modelo que es inevitable, dando señales para que se aborden las inversiones previstas. Los compromisos que se acuerden en París entrarán en vigor a partir de 2020.

En cuanto a sectores, la industria ha hecho sus deberes hace tiempo -aunque aún hay un camino por recorrer- y ahora hace falta actuar sobre el transporte y sobre las viviendas, con la generalización del vehículo eléctrico en las ciudades y las intervenciones sobre el parque de viviendas existente, a pesar de las zancadillas de los lobbys energéticos. 

La UE se juega su futuro económico e industrial y debe propiciar la transferencia tecnológica (paneles fotovoltaicos, almacenamiento de energía eléctrica, climatización, agricultura, usos del suelo, gestión de residuos) y la ayuda al desarrollo para que los países en vías de desarrollo tengan los mismos derechos al estado del bienestar.

Para ello nos tenemos que poner las pilas todos: ciudadanos, empresas y políticos. Y somos los ciudadanos, en nuestro papel de consumidores y de electores quienes tenemos la sartén por el mango.

11 de noviembre de 2015

El consumismo desenfrenado

Una vieja frase afirma “ten cuidado con lo que deseas porque se puede cumplir”. Vivimos en una sociedad de consumo, en la que los ciudadanos suspiramos por la compra de bienes no esenciales, lo que nos proporciona una satisfacción…. momentánea.

Esta economía de consumo se basa en el marketing y en la publicidad de productos y servicios que supuestamente proporcionan la felicidad. Esta compra excesiva de artículos para un uso no excesivo supone un uso excesivo de recursos básicos y una generación excesiva de residuos.

Hace no mucho tiempo, hasta hace un par de generaciones, la sencillez y frugalidad se consideraban virtudes. Sin embargo en la actualidad la mayor parte de nuestra economía se basa en el consumo.

En la segunda mitad del siglo XX, los EEUU, como líderes de la economía capitalista mundial, se vieron obligados a transformar su potente sistema productivo desarrollado durante la segunda guerra mundial a un escenario de paz (a pesar de la guerra fría). Y la decisión de la administración Eisenhower de los años 50 fue orientar la economía estadounidense no hacia reducir la pobreza y el hambre, ni a mejorar la vivienda, la educación, la atención sanitaria o el transporte, sino hacia la producción de bienes de consumo, con el desarrollo de técnicas de marketing, publicidad y ventas (con Edward Bernays, el guru de la propaganda, al frente) para suscitar la demanda y para dirigir y controlar el consumo. 

Debido a la influencia internacional de los EEUU, en todas las sociedades industriales avanzadas una buena parte de la población es capaz de satisfacer sus necesidades básicas, existiendo una potente publicidad que les incita al consumo de bienes no básicos. El consumo es la etapa final del proceso económico productivo.

Vivimos en una sociedad en la que el consumo es un hecho estructural, que llega a todas partes del planeta, aunque de forma muy desigual. Y en todo el planeta los consumidores tenemos el mismo comportamiento. Según un informe del Woldwatch Institute en el mundo somos menos de un 30% los consumidores, que vivimos bien a costa de más de un 70% que vive mal. El despilfarro de unos pocos se impone a los derechos (como consumidores) de todos.

Según cifras de la organización WRAP, los consumidores británicos conservan en sus hogares 1.700 millones de artículos sin usar (el 30% de la ropa, lo que supone una media de 25 artículos por persona), que al comprarlos nuevos costaron 40.000 M€, pero en 2013 estos mismos consumidores se gastaron 56.000 M€ en ropa nueva (una media de 900 € por persona), una cifra equivalente a 2.200 € por hogar y que supone el 5 % de las compras en tiendas.

Esto es solo un ejemplo que cuantifica nuestras adquisiciones absurdas, pero en nuestra sociedad consumista que prioriza lo material hay muchas cosas más importantes que las personas: el dinero, la moda, los objetos de lujo, la satisfacción de los impulsos, etc.

El perfil típico del consumidor excesivo, que las técnicas de marketng y publicidad se encargan de multiplicar mediante campañas de manipulación psicológica, corresponde a una persona compulsiva en el trabajo pero insatisfecha en su trabajo, no muy reflexiva, que pasa horas cada día frente a la TV, que lleva una vida sedentaria, aburrida, insatisfecha y ansiosa por consumir, que da mucha importancia a las apariencias, a quien gusta poseer muchas cosas y a quien atraen las novedades y los chismorreos, y que -evidentemente- cree que los residuos son algo normal y no le preocupa qué sucede cuando se recoge su cubo de la basura.


Y estos millones de ciudadanos adictos a la compra compulsiva viven absorbidos en la cultura global del consumo, con sus ofertas, sus promociones (2 x 1, cuando en realidad no necesitamos ni siquiera uno) y sus nuevos incentivos (black Friday…), viviendo la religión del consumismo absurdo e impulsivo, con sus ídolos materialistas (las celebrities que aparecen en los anuncios de TV), sus herramientas de consumo (las tarjetas de crédito), sus festividades (las rebajas) y sus catedrales (los centros comerciales).

Esta inducción al consumo excesivo ha hecho que para comprar pasemos del comercio de barrio -para satisfacer nuestras necesidades básicas a la vez que se conservan las relaciones sociales- a los grandes centros comerciales impersonales, situados en las afueras de las ciudades y que implican el desplazamiento de miles de coches.

Es bien sabido que la generalización del consumo excesivo amenaza seriamente a los recursos naturales y al equilibrio ambiental huella ambiental. Muchos productos van acompañados de muchos envases y envoltorios para hacerlos más atractivos. Y los papeles de envoltorios contienen materiales compuestos que impiden su recuperación en las plantas de reciclaje. Alejarnos de este disparate de despilfarro y regresar al equilibrio y al sentido común sí que es un tema de conciencia ciudadana.

Una frase atribuida a Séneca nos sugiere "comprar solamente lo necesario, no lo conveniente; lo innecesario, aunque cueste un solo céntimo, resulta caro".

El científico canadiense de origen japonés David Suzuki, gran difusor de las ciencias naturales, afirma que cuando el consumo se convierte en la razón misma de la existencia de las economías occidentales las cuestiones que nos debiéramos plantear son: ¿para qué necesitamos todas estas cosas? ¿somos más felices por el hecho de poseerlas? ¿cuánto es suficiente? ¿nos proporciona nuestro elevado nivel de consumo una elevada calidad de vida?

La prioridad debe ser satisfacer las necesidades de toda la población del planeta. Por suerte cada vez somos más los consumidores adultos que aún vamos contra corriente, pero que hemos elegido un camino más sensato y solidario. Y es muy importante que nuestros hijos nos acompañen en este viaje.