28 de agosto de 2014

El final de la era del petróleo

Tras haber comentado nuestra excesiva dependencia petrolera ahora se pretende hacer un repaso histórico sobre las consecuencias de la civilización del petróleo.

Los primeros pozos de petróleo fueron perforados en Pennsylvania (EEUU) en 1859 y fueron una referencia, rápidamente imitada, de obtención de petróleo en grandes cantidades. Durante un tiempo el crudo se empleó básicamente en lámparas de alumbrado de petróleo, hasta ser desplazado por la lámpara eléctrica incandescente.

Hacia 1880 el desarrollo del motor de explosión para el incipiente automóvil, especialmente en Europa (Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia) supuso una nueva aplicación para los derivados del crudo, en especial para la gasolina, hasta entonces un subproducto sin gran uso como fuente de energía. A partir de 1890 el empleo de la gasolina como combustible en motores de combustión interna abrió un gran horizonte a los derivados del crudo.

En paralelo al despegue del automóvil con motor de combustión interna mejoraron las técnicas de refino del crudo y la extracción de petróleo se disparó, pasando de 4 millones de toneladas anuales en 1880 a más de 10 millones en 1890 y a más de 20 millones en 1910.

A partir de 1910 tuvo lugar el cambio de combustible en buques, siendo el carbón sustituido por derivados del crudo y poco después se empiezan a emplear derivados del crudo (fuel oil) para la generación termoeléctrica. En pocos años el petróleo pasó a ser la principal fuente de energía de los países desarrollados y el funcionamiento de la economía mundial empezó a moverse en torno al “oro negro”, un recurso estratégico para todas las potencias económicas mundiales.

La explotación de los pozos de petróleo de los Estados Unidos supuso el nacimiento de grandes fortunas (destacando la saga Rockefeller) y el paso de los Estados Unidos al liderazgo de la economía mundial, desplazando a Gran Bretaña y a Alemania, que contaban con yacimientos de carbón pero no de petróleo.

El predominio del petróleo como principal fuente de energía se vio facilitado por la continua caída de precios entre 1920 y 1973. Desde el final de la segunda guerra mundial los países occidentales consumieron más petróleo que nunca. Durante décadas las necesidades energéticas para el transporte, la agricultura, la industria y la calefacción doméstica se cubrieron con derivados del crudo. A comienzos de los años 70 del siglo XX todo el mundo industrializado mantenía una gran dependencia del petróleo, un combustible abundante y barato. Durante todos estos años ha habido un alineamiento de intereses entre los sectores petrolero, financiero, eléctrico y automovilístico a nivel mundial.

Debido a conflictos entre los países productores de crudo y las grandes empresas petroleras, en 1960 se creó la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), una organización con capacidad para modificar las cuotas de producción de crudo de cada país asociado y así influir en los precios. Como respuesta, la OCDE creó en 1974 la Agencia Internacional de la Energía (AIE). En esta época los principales consumidores de petróleo eran los EEUU y Europa.

Las crisis energéticas de 1974 y 1979, la revolución islámica en Irán, las guerras del Golfo, las especulaciones en la producción petrolera y en las cotizaciones de divisas fueron creando una conciencia –coyuntural– para reducir nuestra dependencia del crudo, conciencia que solía desaparecer en cuanto la cotización del barril de crudo bajaba.

La evolución del precio del crudo –que se fija en dólares y se paga en dólares– afecta sensiblemente a la economía mundial, tanto más cuanto mayor sea la dependencia energética de cada país (un 50% en la UE, más del 75% en España).


Tras las dos crisis energéticas de los años 70 los derivados del crudo fueron desplazados como combustible para la generación termoeléctrica, primero en favor del gas natural y más tarde de las energías renovables, con períodos de coexistencia más o menos largos. 

Durante los últimos 25 años ha surgido una gran demanda de petróleo por parte de economías emergentes no petroleras (China e India), lo que ha contribuido a mantener los precios del crudo en niveles elevados. Hoy se consume petróleo en todo el planeta y la humanidad se bebe más de 85 millones de toneladas de crudo al día, destacando como consumidores los EEUU (20,8 millones), la Unión Europea (12,5 millones), China (7 millones), Japón (5,3 millones), Rusia (3 millones) e India (2,5 millones). 

En los países avanzados abonamos nuestros cultivos con fertilizantes químicos, usamos plásticos y cemento para la construcción, nos vestimos con fibras sintéticas y llenamos nuestros vehículos con gasolina de importación. En todo el mundo se fabrican 10 millones de productos derivados del crudo.

La AIE calcula que actualmente cerca del 60% del petróleo que se utiliza en todo el mundo se consume en el sector del trasporte. Nuestro reto actual, igual que ya se hizo con la generación termoeléctrica, es sustituir a los derivados del crudo por otras formas alternativas de propulsión (biocarburantes, vehículos eléctricos, vehículos de hidrógeno), también tras un período de coexistencia.

Con relación a las reservas de petróleo hay un secretismo por parte de la OPEP, se ha hablado sobre el pico del petróleo, y se estima que las reservas probadas son para no más de 40 años. Las inversiones necesarias para nuevas perforaciones son muy elevadas y solo se rentabilizan a partir de un cierto nivel de precio. Las mayores reservas actuales se encuentran en Oriente Medio y se estima que en 2050 el suministro mundial de petróleo y gas natural estará casi monopolizado por cinco países: Rusia, Arabia Saudí, Irán, Irak y Qatar.

El control de los pozos de petróleo ha dado lugar históricamente a multitud de guerras y de componendas geo-políticas, con dirigentes nacionales puestos por las potencias occidentales para favorecer sus intereses petroleros y no los de sus ciudadanos. En determinados territorios productores de petróleo la gestión que sus dirigentes han hecho sobre la supuesta “gallina de los huevos de oro” han llevado a sus países a la ruina social y ambiental.

Entre las muchas consecuencias de estas décadas de consumo desenfrenado de petróleo, derrochando y agotando recursos estratégicos, está la inaceptable dependencia energética de muchos países, que deben pagar unos precios fijados por otros por unos productos para los que no cuentan con sustituto. Además nos vemos bajo la amenaza cierta del cambio climático, tras décadas de actividad económica basada en los combustibles fósiles.

Ahora nos toca por un lado pagar la factura por los daños ambientales causados a lo largo de muchos años de cultura petrolera sobre la que se ha construido la civilización actual, y por otro lado abordar seriamente un cambio de modelo energético y de modelo de desarrollo a escala planetaria.

Algunos países consumidores de petróleo se han dado cuenta hace años de que es posible reducir su dependencia del crudo y avanzar hacia su soberanía energética apostando por fuentes de energía alternativas con una visión a largo plazo.

Ante la evidencia de que nos acercamos al fin de la era del petróleo la postura mayoritaria parece ser negarnos a asumirlo o deprimirnos. Algunos llevan años trabajando pero son solo iniciativas a nivel país. Para encarar un futuro post-petróleo es preciso un consenso político internacional que apueste por fuentes alternativas al crudo para la generación eléctrica (considerando todas las tecnologías sin exclusiones) y sobre todo para el transporte y la calefacción y que dedique las reservas de petróleo existentes a la fabricación de componentes esenciales (determinados plásticos, polímeros, vitaminas, fibras o productos petroquímicos) en vez de a quemarlas de forma inconsciente e ineficiente.


Tal como afirmó el jeque Ahmed Zaki Yamani, quien durante 25 años fue Ministro de Petróleo de Arabia Saudita: “ni la Edad de Piedra se terminó por falta de piedra, ni la Era del Petróleo se acabará por falta de petróleo”.

4 de agosto de 2014

Barreras al vehículo eléctrico

La generalización del uso del coche particular como medio de transporte urbano, frente a la ventaja de una supuesta autonomía, provoca a diario todo tipo de inconvenientes: atascos circulatorios, despilfarro energético, contaminación acústica y contaminación atmosférica, efectos nocivos para la salud... Existen ciudades donde el transporte es responsable del 80% de las emisiones contaminantes, de las que el 83% se puede achacar a los coches. 

Los urbanitas del siglo XXI somos víctimas del automóvil y más de la mitad del espacio de nuestras ciudades está dedicado a los vehículos. Si todos los oficinistas de una gran ciudad fuesen a trabajar en su coche privado, el espacio necesario para aparcar todos estos coches debería ser similar al espacio de oficinas necesario para que puedan desempeñar su trabajo.

Por supuesto, la opción más deseable es fomentar con éxito el uso del transporte público, pero en los casos en que esto no sea posible hay que apostar por una movilidad privada menos contaminante, es decir, buscar una alternativa al motor de combustión interna.

En 1981 había en España 219 automóviles por cada 1.000 habitantes; en 2005 esta proporción era de 457 automóviles por cada 1.000 habitantes, más del doble. Y en 2010 se llegó a  los 480 coches por 1.000 habitantes. En este tiempo se ha creado y consolidado un sector de automoción arropado por una potente industria auxiliar.

Hace 100 años muchos de los modelos de automóvil eran eléctricos. Durante las dos primeras décadas del siglo XX algunos automóviles eléctricos fabricados en los EEUU tuvieron un relativo éxito comercial.


Sin embargo, a partir de los años 30 los automóviles de gasolina y gasóleo han mantenido una hegemonía casi absoluta, ya que aventajan al vehículo eléctrico en tres elementos clave para el usuario: el precio de adquisición, la autonomía sin repostar y el tiempo de repostaje.

Así que durante casi un siglo nuestra movilidad ha dependido casi por completo del petróleo y del vetusto motor de combustión interna. De los aproximadamente 900 millones de vehículos de todo tipo que circulan por el planeta, más del 90% dependen de los derivados del petróleo para su propulsión. Además, pese a las mejoras tecnológicas, el motor de combustión interna es una máquina obsoleta, en la cual menos del 30% de la energía contenida en el combustible (derivado del petróleo) llega realmente a las ruedas motrices y las emisiones gaseosas de los tubos de escape siguen siendo inaceptablemente elevadas. En la Unión Europea se ha estimado que el transporte es el causante del 25% de las emisiones de CO2, del 87% de las emisiones de CO y del 66% de las emisiones de NOx.

La defensa de los intereses del imperio del petróleo obstaculiza cualquier alternativa al ineficiente y contaminante motor de combustión interna. Cuanto más combustible se consuma, mayor negocio para las petroleras, que durante décadas nos han metido en la cabeza que, ¿a quién le importa el medio ambiente si con el coche conseguimos movilidad e independencia?

A finales del siglo XX surgieron diversos intentos por parte de algunos gigantes del automóvil de diseñar y fabricar vehículos con propulsión alternativa al motor de combustión interna (es célebre el caso General Electric, con su EV1, pero también Ford, Toyota y Nissan) todos los cuales, en una insólita decisión empresarial, decidieron recular y abandonar sus proyectos de coches eléctricos puros, centrándose en el desarrollo de coches eléctricos híbridos. Curiosamente esta decisión empresarial tan sorprendente coincidió con la Presidencia de los EEUU de George W. Bush, conocido magnate de la industria petrolera.

Las principales alternativas para sustituir a los coches de gasolina o gasoil son el coche eléctrico y el coche de hidrógeno. Cada opción ha tenido que ir superando sus barreras tecnológicas (baterías caras y de poca autonomía, escasez y falta de interoperabilidad de puntos de recarga para el vehículo eléctrico; obtención de hidrógeno a precios asequibles para el vehículo de hidrógeno). 

Debido a sus avances en baterías de ion-litio y sobre todo a la posibilidad de aprovechar la red eléctrica para las instalaciones de recarga, la opción más cercana y real es el vehículo eléctrico, pero esto no supone que debamos olvidarnos del vehículo con pila de combustible de hidrógeno. Todas las tecnologías son necesarias para poder disponer de un recambio para el motor de combustión interna.

Tras una década de I+D la tecnología del vehículo eléctrico (los cargadores bidireccionales) se encuentra ya disponible. Las baterías de ion-litio, empleadas en teléfonos móviles y en equipos informáticos ofrecen autonomías de hasta 150 km con precios y pesos cada vez más razonables. Esto es más que la distancia que recorren a diario el 70% de los vehículos en las ciudades. Y está previsto que cada 5 años las baterías aumenten su autonomía en un 20-30% y reduzcan su precio en un 50%.

Además se deben superar los retos en la infraestructura, para poder hacer frente a una red de estaciones de servicio desplegada por todas partes. Hace falta ofrecer la posibilidad de hacer un viaje por distintos países con posibilidad de alcanzar puntos de recarga compatibles. Muchas estaciones de servicio (gasolineras) ofrecen ya puntos de recarga para vehículos eléctricos, mientras que las infraestructuras para recarga de vehículos de hidrógeno son más complicadas.

En cuanto a economía, la compra de un vehículo eléctrico es más cara, pero esta mayor inversión se compensa con un repostaje más barato: menos de 1 € cada 100 km (pese a los altos precios de la energía eléctrica en España), frente a los 6-9 € cada 100 km de los coches de gasoil o gasolina (a 1,3 €/l).


La realidad es que, aparte de las barreras por parte de la industria petrolera, otra importante barrera son nuestros prejuicios como consumidores. Las verdaderas barreras al despegue del vehículo eléctrico son más psicológicas que tecnológicas y solo se podrán superar cuando percibamos que una limitación de autonomía a 150 km tan solo afectaría a menos de un 30% de los usuarios diarios de automóviles, y que se compensa mediante abundantes puntos de recarga en calles y garajes, mediante tiempos de recarga de minutos, no de horas o mediante sustituciones de baterías en estaciones de servicios en tiempos similares al actual repostaje de hidrocarburos. 

Afortunadamente, una vez más, la pelota está en el lado de la ciudadanía. Los precios de las baterías y de los vehículos eléctricos tan solo bajarán cuando haya una demanda creciente. Y como se analizaba en una entrada anterior un número elevado de vehículos eléctricos podría además ayudar a almacenar energía renovable que se genera de forma intermitente. 

A pesar de que la era del petróleo barato se ha terminado, ¿conseguiremos zafarnos de las redes de la potente industria petrolífera?