30 de septiembre de 2014

Reciclaje (I): separar para reciclar

La cultura del reciclaje llegó a España en los años 80, más tarde que al resto de países de nuestro entorno. En los últimos 20 años nuestras ciudades se han llenado de "contenedores de reciclaje" de residuos, unas instalaciones consideradas esenciales en todas las políticas de gestión de residuos. Esta proliferación de contenedores en nuestras ciudades ha tenido como primer impacto la ocupación permanente de mucho espacio urbano, a cambio de permitir –en teoría– aumentar las tasas de recuperación de materiales.

Para alcanzar niveles de reciclaje similares a la media de la UE hacen falta infraestructuras (básicamente contenedores y otras instalaciones) y hace falta educación, en el sentido de sensibilización ciudadana para tomar la decisión de separar los residuos y aprender a usar correctamente los contenedores. Las infraestructuras no se refieren solo a los contenedores, sino a las instalaciones de clasificación y reciclaje posteriores. Además hace falta una demanda de productos reciclados, pero en esta entrada nos vamos a referir solamente a cómo llegar a una correcta separación de las distintas fracciones de residuos que generamos.

La idea clave es que solamente es posible reutilizar y/o reciclar si se separan adecuadamente –a priori– las fracciones reciclables de los residuos urbanos. Esto supone de partida una mayor dedicación de nuestro escaso y cotizado espacio doméstico para almacenar las distintas fracciones de residuos: vidrio, papel y cartón, envases plásticos... En general los plásticos son la fracción más compleja y costosa para reciclar. Además la materia orgánica puede contaminar a cualquiera de las demás fracciones.

Si las fracciones reciclables de los residuos se recogen todas mezcladas, para poder reutilizarlas y reciclarlas hay que separarlas a posteriori. Si no se hace así lo único que se puede hacer con ellas es incinerarlas para aprovechar su contenido energético o enterralas en un vertedero.

La separación a posteriori o triaje de las distintas fracciones de residuos es un trabajo ingrato y poco eficiente, ya que el porcentaje de aprovechamiento real es muy bajo (del orden del 6 al 10%), terminando el grueso de los residuos o bien en un vertedero –la mayoría– bien en una incineradora –la minoría.

Para un adecuado aprovechamiento material de las distintas fracciones de residuos los ciudadanos debemos ser capaces de separar bien a priori, de aprender a utilizar correctamente los contenedores que llenan nuestras calles. Aparentemente en la práctica no tenemos muy claro qué fracciones debemos depositar e qué contenedores, por lo que nuestros esfuerzos ciudadanos sirven de poco.

Los ciudadanos disponemos de los siguientes contenedores a pie de calle:
  • De forma más generalizada contamos con cuatro contenedores: el verde para vidrio, el azul para papel y cartón, el amarillo para envases plásticos y el contenedor gris o general (a veces llamado de materia orgánica), para el resto de fracciones.
  • De forma menos generalizada el quinto contenedor, el marrón, para la fracción orgánica sin mezclar.
Además contamos con puntos limpios donde depositar otras fracciones de residuos (aceites, aerosoles, electrodomésticos, equipos electrónicos, podas...). Y por último, determinados flujos de residuos (pilas, lámparas, medicamentos) se pueden depositar en determinados comercios y en farmacias, adscritos a sistemas integrados de gestión (SIG).

Así que para unos flujos de residuos el ciudadano debe depositar sus residuos en los contenedores a pie de calle que el servicio municipal se encarga de recoger y para otros el ciudadano debe ir a depositar a los puntos limpios. En los primeros el ciudadano deposita según su mejor (a veces su peor) criterio y en los segundos se cuenta con la ayuda y la supervisión de un empleado municipal. Por lo tanto los mayores errores tienen lugar en los contenedores a pie de calle. Según datos estadísticos los principales errores que cometemos de forma no voluntaria son:
  • Contenedor verde (vidrio): fue el primer contenedor que apareció en nuestras ciudades. Los recipientes de vidrio deben depositarse sin tapones. Además hay que distinguir entre vidrio (botellas, frascos, tarros) y cristal (vasos, copas, fuentes de cristal, ventanas), ya que su composición química y su proceso de reciclaje son diferentes. El contenedor verde es para vidrio, los cristales se deben depositar en el punto limpio.
  • Contenedor azul (papel y cartón): son para todo tipo de papeles y cartones, siempre que no estén sucios, ya que contaminarían al resto. Los papeles y cartones sucios deben ir al contenedor de orgánicos (si hay) o al contenedor general. Tampoco se debe depositar en el contenedor azul papel plastificado (en los sobres hay que retirar la parte adhesiva).
  • Contenedor amarillo (envases). Es en el que más errores cometemos. Están previstos para envases plásticos de alimentos, productos de limpieza o cosméticos, evidentemente siempre vacíos. No debemos usarlos para pilas, cerámica (al punto limpio), perchas (al punto limpio). Tampoco para los envases de medicamentos (a la farmacia o al punto limpio). Sí debemos usarlos para tetra-bricks y para papel y envases de aluminio.
No hay duda de que resulta reconfortante saber que nuestro esfuerzo ciudadano ayuda a aprovechar nuestros residuos, para su reutilización o para su reciclaje, evitando así consumir nuevos recursos. Los contenedores que los ayuntamientos ponen a nuestra disposición nos permiten separar las distintas fracciones de residuos, pero aún debemos aprender a usarlos correctamente para aumentar la eficacia de todo el conjunto. En caso de duda deberíamos optar por el contenedor general. Cualquier mal uso –intencionado o no– de los contenedores arruina el esfuerzo de todos los demás.

9 de septiembre de 2014

Pobreza energética

Es bien sabido que el Reino Unido cuenta con el parque de viviendas más envejecido de toda Europa, con una media de edad superior a los 50 años. También es bien sabido que "las islas" tienen una climatología bastante más adversa que la del sur de Europa. Y también es bien sabido que los británicos han sido siempre punteros en I+D.

Así que no es de extrañar que haya sido el Reino Unido donde surgió el concepto de pobreza energética (fuel poverty), introducido en 1991 por la investigadora Brenda Boardman, de la Universidad de Oxford, asociado inicialmente a la calefacción de las viviendas.

Boardman consideró que los ocupantes de una vivienda están en situación de pobreza energética cuando son incapaces de costearse unos servicios energéticos mínimos para satisfacer sus necesidades básicas, como mantener la vivienda en unas condiciones de climatización adecuadas para la salud humana (entre 18 y 20 ºC en invierno, 25 ºC en verano).

En el Reino Unido se ha estimado que se llega a esta situación si la energía supera el 10% de la renta familiar y que entre el 20 y el 25% de los hogares se hallan en situación de pobreza energética.

En España los gastos en energía en los hogares oscilan entre el 2 y el 5% de los ingresos familiares, habiendo sufrido un fuerte incremento en los últimos años. En toda Europa los combustibles empleados para calefacción (gasoil, gas natural) se han encarecido notablemente en pocos años y la pobreza energética se ha incrementado. Se estima que en España el número de personas en pobreza energética ha pasado de 2,7 millones en 2008 a 4,2 millones en 2012 y previsiblemente este problema social irá a más en los próximos años. Esto supone el 9,1% de la población. En comparación, en los países más fríos del centro de Europa estas cifras son el 4,7% en Alemania, 6% en Francia y 8,1% en el Reino Unido. Y en los países del sur de Europa, el 21,2% en Italia, 26,2% en Grecia y 27% en Portugal.

Es evidente que vivir en situación de pobreza energética, de privación y de dificultades, supone efectos nocivos para la salud (física y mental), que las tasas de mortalidad en invierno son superiores a las del verano y que indudablemente aumenta el gasto sanitario y el bono social. Y también afecta negativamente al medio ambiente y a la economía de los países.

Y sin llegar a extremos de indigencia, el alto precio de los productos energéticos está causando que en muchos hogares de clase media –con las viviendas devorando energía– se pase frío.

En la cuestión de la pobreza energética intervienen básicamente tres factores: la renta familiar, los precios de la energía y las prestaciones energéticas de la vivienda. Para paliar la renta familiar el estado de derecho cuenta con fondos para transferencia de rentas. Para los precios de la energía se cuenta con tarifas sociales. Más de la mitad de los países de la UE cuentan con tarifas sociales para los colectivos más desfavorecidos. Pero todas estas ayudas públicas –que además no pueden ser permanentes– caen en saco roto si las viviendas son un coladero energético, con fugas de calor por todas partes.

La forma más eficaz de combatir la pobreza energética es poner en práctica medidas de eficiencia energética a gran escala, incluyendo las renovaciones de viviendas de personas con bajos ingresos, para reducir la demanda energética y evitar las importaciones de combustibles fósiles.

Desde el punto de vista social la pobreza energética está muy vinculada al desempleo. Diversos estudios han analizado el potencial de creación de empleo de un programa bien diseñado de mejora (rehabilitación integral) de las prestaciones energéticas de los edificios residenciales.

Así que la mejora de las prestaciones energéticas de decenas de millones de viviendas en Europa es un reto pendiente de resolución, que implica redirigir fondos públicos hacia otra dirección. Siendo las cosas tan evidentes, ¿por qué será tan difícil que se articulen políticas certeras para la rehabilitación de viviendas –priorizando las más pobres y menos eficientes– enfocadas a mejorar la calidad de vida de sus ocupantes y a reducir la pobreza energética?