El economista holandés Peter Nijkamp, junto con otros investigadores, define como ciudad inteligente (smart city) a aquella ciudad en la cual las inversiones en
capital humano y en capital social, así como las infraestructuras de comunicaciones
tradicionales (transporte) y modernas (TICs) impulsan un crecimiento económico
equilibrado y una alta calidad de vida, a través de una gestión eficiente de
los recursos naturales y de una gobernanza participativa.
Por otro lado, una ciudad o una economía baja en CO2 asegura elevados
niveles de vida a la vez que aumenta la eficiencia en cuanto a emisiones de CO2
en la producción y consumo de bienes y servicios. La ciudad baja en carbono
debe reducir sus emisiones de GEI, tanto las directas como las indirectas.
Ambas definiciones incluyen los términos de eficiencia económica y
ambiental, alineadas con los planteamientos de la economía circular.
En muchas ciudades europeas se han lanzado proyectos de smart cities, los
ciudadanos oímos cosas pero parecen conceptos difusos. Existen diferentes
visiones sobre qué es una ciudad inteligente. Para las empresas de
telecomunicaciones la clave es una plataforma tecnológica (TIC), para las
empresas de servicios la calve son las infraestructuras y los servicios
urbanos, y para las empresas energéticas la clave son la movilidad y las redes
eléctricas inteligentes.
Sin embargo una ciudad inteligente tiene más ingredientes, ingredientes
intangibles que no pueden ser suministrados por este tipo de empresas. Según el Libro blanco de las smart cities, una ciudad inteligente es un espacio de competitividad en el
cual existen unos mecanismos de mercado en torno a los cuales surgen
iniciativas para proporcionar mejores servicios a los ciudadanos.
Las seis facetas a manejar cuando se habla de ciudades inteligentes son la
economía, las personas, la vida ciudadana, la gobernanza, la movilidad y el medio ambiente. De estas 6 facetas las más recurrentes en los proyectos de smart
cities son el medio ambiente y la movilidad.
Se han hecho estudios en busca de una definición medible de una ciudad
inteligente, en función de su capacidad de acumular, conservar, integrar y
perfeccionar su legado de capital físico, capital natural (los ecosistemas) y
capital social (el bienestar humano).
Para comparar ciudades inteligentes y ciudades bajas en CO2 se han
elaborado diferentes clasificaciones.
Los rankings de ciudades bajas en CO2 se basan en emisiones per cápita, a
partir de los inventarios de gases de efecto invernadero.
Los rankings de ciudades inteligentes se basan en índices compuestos, con
distintos indicadores y ponderaciones. En 2007 se elaboró un primer ranking de smart
cities europeas, entre 70 ciudades de tamaño medio (entre 100.000 y 500.000
habitantes). Para ello se establecieron más de 30 indicadores, agrupados en las
seis facetas antes mencionadas. Los indicadores considerados para medir cómo de
inteligente es una ciudad fueron los siguientes:
De todos estos indicadores hay pocos que puedan ser suministrados por
empresas tecnológicas, de servicios/infraestructuras o energéticas. Tal como
se decía en una entrada anterior, una ciudad inteligente tiene que estar dentro de una sociedad
inteligente y estos intangibles son temas de dirigentes políticos con visión de futuro y, sobre
todo, de los ciudadanos.
Por cierto, este ranking estuvo encabezado por ciudades danesas, finlandesas, holandesas, austriacas, pero ninguna del Sur de
Europa entre las 20 primeras. Para encontrar las diferencias podemos volver a repasar la lista de indicadores. ¿Todavía somos tan
distintos?
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