27 de junio de 2014

La ciudad impersonal

Buena parte de las ciudades contemporáneas han perdido su personalidad y aparentemente son todas iguales, carentes de autenticidad, como los centros comerciales, los grandes almacenes, las estaciones de servicios, las tiendas de comida basura o los aeropuertos. En la mayoría de las ciudades se está perdiendo la identidad, lo que la ha definido siempre: el mar, la playa, el río, la colina, la montaña. Hemos ido olvidando lo que ha distinguido siempre a nuestra ciudad, lo hecho por nuestros antepasados y hemos recurrido a soluciones homogéneas, llevadas a cabo por nosotros.

Las ciudades clásicas estaban diseñadas con una periferia en torno a un centro histórico. Hasta bien entrado el siglo XX en los centros urbanos se conservaba el patrimonio histórico, lo identitario de cada ciudad. Con el paso del tiempo ha ido creciendo la periferia, donde se ha ido acumulando lo genérico y lo impersonal. Se ha ido abandonando el idealismo de la ciudad clásica y se ha sustituido por el realismo de la ciudad actual, donde ha sido aceptable cualquier solución urbana (vivienda, transporte, abastecimiento) que en teoría equilibrase la oferta y la demanda de servicios urbanos. Los centros históricos han ido perdiendo su identidad y su relevancia, que no han sido absorbidas por las periferias.

Para resolver el problema de la vivienda o bien se han construido grandes bloques o bien se ha consentido un urbanismo descontrolado basado en casuchas improvisadas (chabolismo). Y en las últimas décadas, para compensar la escasez de suelo, está teniendo lugar el paso de la ciudad horizontal (el urbanismo disperso) a la ciudad vertical (los rascacielos). Como indica el arquitecto y urbanista holandés Rem Koolhaas una solución consume suelo y la otra consume aire.

En el paisaje urbano existen tres elementos esenciales: la naturaleza, los edificios y las carreteras. En la evolución histórica del urbanismo la naturaleza ha ido perdiendo terreno, desde hace dos siglos a costa de los edificios y desde hace más de medio siglo, también a costa de las carreteras. Las calles han perdido su vida urbana, las ciudades del siglo XXI están diseñadas en torno al automóvil, en las últimas décadas han proliferado inventos urbanos tales como glorietas, rondas, autovías, enlaces, plataformas, túneles y puentes, en ocasiones cubiertos de vegetación, como pretendiendo atenuar el pecado cometido.

Las carreteras son solo para los coches, vivimos en ciudades sobre ruedas, con periferias crecientes diseñadas en base a un mismo formato repetitivo. Esto es el fin del planeamiento urbano, y no porque las periferias no estén planificadas, sino porque el planeamiento no supone ninguna diferencia.

Las ciudades contemporáneas son las ciudades de las infraestructuras, concebidas inicialmente como respuesta ante las necesidades más o menos urgentes de los ciudadanos y últimamente como herramienta estratégica competitiva frente a otras ciudades.

Ante el hecho incuestionable de que la identidad -entendida como la forma de concebir el pasado-, es algo condenado a perderse, se puede reflexionar sobre si perder la identidad es bueno o malo, o sobre qué es lo que queda cuando una ciudad pierde su identidad. Cuando una ciudad se desprende de su centro histórico, de su idiosincrasia, se convierte en una ciudad genérica.

En este contexto las viejas ciudades europeas aún luchan por preservar su identidad y su singularidad, mientras que las emergentes ciudades asiáticas son un amplio muestrario de metrópolis genéricas e impersonales. Se ha llegado a una situación en la que la ciudad ya no supone el máximo desarrollo, sino el subdesarrollo llevado al límite.

En las ciudades genéricas muy poca gente pasea por calles y parques y todo la vida social se hacen dentro de edificios: Los grandes sectores de la vida urbana (las relaciones sociales, las relaciones laborales, las emociones humanas) han ido desapareciendo del mundo real y se han ido trasladando al ciberespacio, al mundo virtual. Las emergentes metrópolis asiáticas constituyen un buen ejemplo, pero este fenómeno es alcance planetario.

La única actividad urbana física es ir de compras… a centros comerciales cubiertos, impersonales, que están abiertos los 365 días del año. No se nos ocurre, o no nos resulta posible hacer, nada mejor que salir de compras. Sin darnos cuenta -¿o tal vez conscientemente?- nos hemos comido el espacio necesario para el ocio urbano, el paseo y las relaciones sociales…

¿Qué queda en una ciudad cuando se pierde la identidad? ¿Lo genérico, lo impersonal, la vacuidad? En la vieja Europa algunas reacciones institucionales han pasado por renovar los centros históricos (y en su caso peatonalizar algunas calles) para que sigan siendo el lugar más significativo de la ciudad, donde se mantenga el último reducto de su personalidad. En las ciudades históricas europeas que han perdido su identidad la parte vieja debiera estar en renovación constante.

Existe una relación entre el diseño de las ciudades y el comportamiento de sus habitantes y la tendencia nos lleva a un camino con mala salida. Tras una etapa de arquitectos estrella diseñando costosas infraestructuras de utilidad a veces dudosa (por ejemplo el Ágora de Valencia) parece que ha llegado el momento de ocuparse en serio de la arquitectura, del urbanismo y de las personas. 

Para contrarrestar esta triste tendencia, el Parlamento Europeo adoptó en 1988 la carta de los derechos del peatón, donde listan los distintos derechos de los ciudadanos de a pie y se pide a los Estados miembro que difundan esta carta y promuevan desde los primeros cursos de enseñanza escolar información sobre medios de transporte alternativos.

Teniendo en cuenta que quien planifica la ciudad se supone que vive en la ciudad, ¿seremos el resto de ciudadanos capaces de influir en los diseños urbanos para que sean diseños a escala humana y permitan recuperar la vida social?

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