23 de octubre de 2014

Slow cities

En los últimos años estamos viviendo diversas reacciones de respuesta a nuestra forma de vida con prisas constantes que tan malas consecuencias está teniendo para nuestra salud física y mental. La vida urbana del siglo XXI, además de estar marcada por el stress, está totalmente desconectada del medio natural y de sus ritmos y ciclos.

La vida moderna es una auténtica carrera de obstáculos, vivimos una existencia en la que todo está cronometrado, somos meros supervivientes, esclavos de nuestras obligaciones futuras que nos impiden disfrutar del presente, en ciudades anónimas e impersonales. Ser lento, hacer las cosas y vivir pausadamente ha llegado a ser algo peyorativo, pero vivir y actuar de forma sosegada, o incluso estar inactivo no tiene por qué suponer estar vacío.

En los últimos 50 años la agricultura y la alimentación han perdido casi todo su valor en la Unión Europea. La reacción comenzó con la slow food, un movimiento surgido en Italia con objeto de preservar la cocina local, basada en productos estacionales, frescos y autóctonos, en contraposición con la comida basura, un concepto de origen estadounidense que nos ha colonizado en las últimas décadas. 


El detonante fue la reacción del sociólogo, activista y escritor gastronómico Carlo Petrini contra la pretensión en 1986 de una conocida franquicia de comida rápida de abrir un local en un lugar histórico tan emblemático como la Piazza di Spagna en Roma. El movimiento slow food, presentado por Petrini en París a finales de 1989, propugna que la comida no sea un mero hábito de ingestión calórica - vitamínica sino un viaje a los sentidos, preservando sabores y tradiciones, donde el tiempo se diluye entre buenos alimentos, una buena compañía y una buena conversación.

Esta primera iniciativa ha sido seguida por otras similares aplicadas a desacelerar otros ámbitos de nuestra vida: el sexo, el trabajo, la salud, la educación o el ocio. Lentamente -no podía ser de otra forma- el movimiento slow se ha ido extendiendo y han ido cogiendo pujanza las prácticas sexuales relajadas, el trabajo tranquilo y bien organizado, las medicinas naturales, la enseñanza pausada -enseñando a los alumnos a pensar- y los hobbies sosegados.

Transcurridos 25 años la comunidad slow va ganado peso alrededor de todo el mundo, pero es en la vieja Europa, la región con mayor patrimonio cultural e histórico por preservar, donde este movimiento ha calado con más intensidad.

Cada vez más ciudadanos van tomando la decisión de vivir sin prisas, de madrugar más y desayunar tranquilamente, de ir paseando al trabajo fijándose en los elementos urbanos más cercanos, de conocer los alimentos que se cultivan en las inmediaciones y sus épocas del año, de comer sin prisas, saboreando, disfrutando y aprendiendo; de viajar sin prisas, alojándose en agro-turismos y conociendo a la gente y a la cultura local.

Nuestro ritmo de vida ajetreado nos obliga a hacer varias cosas a la vez (cenar frente al televisor, hablar por teléfono mientras caminamos), lo que en el fondo significa no hacer ninguna cosa bien. Si conseguimos mentalizarnos para hacer solo una cosa cada vez se puede disfrutar de sensaciones insospechadas. Es posible llevar una vida más relajada y más plena, de forma que cada ciudadano sea capaz de manejar su tiempo y su ciclo vital. Todo esto, que en realidad no es nada nuevo, no supone dejar de ser capaz de apresurarnos cuando sea necesario -y solo cuando sea necesario- sino que busca llegar a ser capaz de vivir disfrutando del presente.

Para que esta iniciativa ciudadana pueda fructificar es preciso que las administraciones más cercanas, los entes locales, faciliten las condiciones adecuadas. Todo el movimiento se plasma en el concepto de slow city, la ciudad lenta con un caracol como símbolo, que busca un equilibrio entre tradición y modernidad, que lucha por no caer en la homogeneización impersonal y que apuesta decididamente por la diversidad, creando espacios urbanos que faciliten la vida sosegada. En estas ciudades todo está pensado y nada queda al azar.


En la ciudad del caracol la actividad humana se concentra en las plazas y calles peatonales en las que abundan pequeños negocios artesanales. Se prioriza el pequeño comercio artesanal en el centro histórico y en los barrios frente a las grandes superficies comerciales situadas en las afueras. El tráfico rodado es eliminado del centro histórico, fomentando el paseo tranquilo y la vida social y en los barrios se implantan las "zonas 30 km/h" para seguridad de los peatones y para permitir una coexistencia pacífica de coches y bicis. Las referencias y símbolos geográficos de la ciudad (el río, el parque, la colina) no solo no se ocultan sino que se resaltan para fomentar el contacto con la naturaleza y en las calles se mantiene y se potencia la arquitectura vernácula.

Una ciudad slow se nutre de un turismo de calidad, atraído por su buena mesa (con alimentos de productores locales), por su hospitalidad y por su respeto al entorno natural. En esta ciudad el tiempo parece pararse para facilitar una reflexión existencial de los lugareños y de los visitantes.

Tomar decisiones importantes, como vivir lento y fomentar la ciudad slow, requiere tiempo y sosiego, pero es evidente que viviendo más lentamente disfrutaremos más y tardaremos más tiempo en caer agotados.

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